Bueno, bueno, bueno.
Aquí estamos una semana más, ¡cómo pasa el tiempo!
Ayer andaba yo hablando con mi amiga “A” justo de esto. No en plan, cualquier tiempo pasado fue mejor, todo lo contrario. Era más bien ¿cómo pudimos sobrevivir de fiesta sobre 10 cm de tacón?
Y salió el comentario típico “un día escribo mis memorias, seguro que hay alguien que paga por no salir en ellas”.
- Se puede desestabilizar un estado. – risas y guiños entre amigas.
A ver, no os penséis, que no es para tanto eh, ¿o sí?, guiño, guiño.
Naaaa, es broma.
Pero sí que me ha hecho pensar en la de cosas que me han pasado. Supongo que como a todos, pero yo las cuento con gracia (creo), así que aquí va la primera.
Vamos a viajar hasta los años 80, así, de golpe y porrazo.
Tenía yo 6 años recién cumplidos y allá que fui a mis primeras colonias. Iba con el cole y creo que mi madre aún se arrepiente de haber despertado a la bestia.
Yo siempre he sido muy formalina ¿eh? hasta que dejaban de prestarme atención, jijiji.
¡Qué libertad!, ¡qué alboroto infantil!, ¡qué paciencia la de los profes y padres que nos acompañaban como voluntarios!
Bueno, pues allá que llegamos a nuestro destino y nada más llegar ¿qué vimos que había?
Columpios.
Columpios de hierro sobre un suelo de gravilla asesina de rodillas, nada de las cositas acolchadas y mullidas de hoy.
Así están los niños ahora, que no saben aguantar siete piedras claveteadas en las rodillas y a tu madre quitándotelas mientras te echa la bronca por cafre. Luego les dicen que no y se ponen a hacer pucheros, ¡flojos!
Igualita que una abuela cebolleta soy.
Sigo.
Columpios, los justos, tampoco era un parque de atracciones, no os vayáis a pensar, pero para la época suficientes.
Y allá que fui a enseñar mis facultades gimnásticas (ninguna, no tenía ninguna) sin una madre que me chillara, a voz en grito, que me bajara que me iba a matar.
Vuelta para aquí, vuelta para allí, risas varias y CLONG, mi cabeza contra una de las barras de hierro.
¿Qué hice? ¿Acaso lloré? Jamás, y mira que he sido, y soy, llorona ¿eh?, que a mi me da una llantina rápida de dos minutos y como nueva; pero, yo creo que pensé, como llore se lo cuentan a mi madre y adiós columpios u hola casco… menuda ha sido ella (y es, que hace poco me dijo que iba a hacer frío que no saliera sin rebequita…).
Así que, apreté los dientes y, como no era de decir disparates, que tenía yo seis años, decidí ir al baño a recomponerme la cabeza y, posiblemente a echar una lagrimilla o dos en secreto.
¡Qué hos** me di, madreee! Para habernos matado. La primera en mis recuerdos, pero no la última… eso ya os lo puedo adelantar. Aunque sí, la única de aquellas colonias.
Pues allá que fui al baño, un baño preparado para niños de 6 años, que para eso eran unas colonias infantiles.
Cierro la puerta, me doy la vuelta y ¿qué había? Una araña tamaño gigante mirándome.
A ver, que yo arañas ya había visto, que he veraneado en un pueblo toda la vida, pero me ponía a chillar con confianza y venía la reina de la zapatilla (en todos los sentidos) a cargársela.
En cambio, allí estábamos, yo, sin madre-zapatilla, con un chichón en la cocorota, y una araña gigante, encerradas en un baño. Chim pum.
A ver, que estoy segura que era una arañita inofensiva, pero mi recuerdo es que, como mínimo, era una tarántula mutante del tamaño de mi cabeza.
De mi cabeza con chichón incluido.
Y ¿qué hice? Nada. Abrí la puerta y me fui, con mi chichón, mi miedo y mis ganas de llorar, a otra parte. Chim pum, Chim pum.
Seis años tenía y ya me sobraba dignidad para llevar un pamelón.
Que no hay nada de malo en llorar eh, pero que yo quería ser libre y si lloraba, pues igual no me dejaban volver de colonias. Yo, aguantar, que nadie dijera que viajar libre por el mundo no era para mí.
Y así fue, mi primera hora de colonias. Aquello prometía.
La cosa siguió bastante tranquila.
Historias de miedo antes de dormir (era la reina de las historias de miedo, un Stephen King en miniatura y con rizos), que si a este le gusta aquella o viceversa… las cosillas habituales vaya, que para eso teníamos seis añazos.
Hasta que fuimos al río.
Estábamos allí en el agua, riendo, nadando, disfrutando. No cubría una caca, no os penséis, no estaban los cuidadores para vigilar 30 niños salvajes de seis años en los rápidos de un río.
En fin, que a mí que me gusta chapotear en el agua más que la cerveza, estaba dándolo todo, hasta que pasó por mi lado, con más dignidad que yo, si cabe, una araña andando sobre las aguas.
El mesías de las arañas en persona.
Y, ¿qué hice yo?
Cogí mi dignidad y mis habilidades sirenísticas y me acerqué discretamente al grupo de padres que intentaban consolar a los niños de siempre que no paraban de llorar. Echaban de menos a sus mamis-papis, yo odiaba a las arañas.
Tengo que señalar que con las de patitas largas y las pequeñitas me he reconciliado. Al resto, zapatillazo.
Y allí estaba yo, digna, pensando en lo a gusto que sería ponerse a chillar y llorar diciendo que odiaba las arañas y que quería ir con mi mamá, pero antes muerta que perderme las siguientes colonias.
Eso sí, aunque no dije ni mú, me llevé un par de achuchones reconfortantes. Así que, lo del que no llora no mama es una vil mentira, sólo hay que estar en el lugar adecuado en el momento adecuado. Lección aprendida.
Y volvimos a casa, porque siempre es importante volver.
Pero para terminar, añadiré un último recuerdo de aquel primer viaje. Casi casi tan terrorífico como las historias que contaba o las arañas mutantes que me perseguían.
El autobús llegó a la puerta del cole y allí estaban todos los padres esperando ansiosos a sus hijines (yo creo que se habían pasado toda la noche llorando por el regreso de las bestias, pero bueno).
Todos nos pusimos de pie a saludar emocionados y ¡qué es eso que tiene mi madre en la cabeza? Es un nido, una peluca, ¡no! es una permanente afro total, pero ¡qué co*o se ha hecho esta mujer? … aún no era consciente de que eran los 80. Pero válgame el amor hermoso.
Tres cosas aprendí con 6 años que ni siquiera sabía que había aprendido, bueno cuatro, teniendo en cuenta la de estar en el sitio adecuado.
Cuando la vida te golpee, levántate rápido, que el siguiente golpe no te pille en el suelo o, en el cuarto de baño.
Con seis años es legítimo y saludable llorar, incluso lloriquear por los rincones. Pasarse el día lloriqueando de adulto no. Y me refiero al “mi jefe me odia, mis vecinos me odian, la vida me odia”. No seas llorón, quítate los mocos y a por el columpio (la vida) otra vez.
Los 80 hicieron mucho daño al pelo de las mujeres y al de algunos hombres también.
Y hasta aquí, el primer capítulo del gran cuaderno de bitácora que es mi vida.
Si te has quedado con ganas de más, te recomiendo mi gran aventura como reinona del gallinero, pinchas AQUÍ y te ríes a gusto.
Chaíto.